En su nuevo filme, Alejandro González Iñárritu hace una especie de acto psicomágico y de «sanación» de su identidad como mexicano y de la propia identidad colectiva de un país.
Con “Bardo”, el director mexicano Alejandro González Iñárritu —”Amores Perros”, “21 Gramos”, “Babel”, “Birdman”, “The Revenant”) hace el que parece ser su filme más personal y autobiográfico, hecho para sanar varios dolores, traumas y cerrar ciclos personales.
Y de paso, los de una identidad mexicana con algún que otro mito que la refuerzan y le hacen sacar el “¡Viva México, cabrones!”, a José José (presente en un mural, en una canción, parte del filme “Mi niña”) y hasta el “¡Sube, Pelayo, sube!”.
No entraré en detalles propios de un labor de crítico de cine, pero a sabiendas de muchas cosas de la identidad mexicana y de unas cuantas referencias de lo que es hacer arte como medio de sanación más que de lucimiento, diré que “Bardo” es el mensajero perfecto con el que Iñárritu hace una oda a su propia sanación y eliminación de una parte de su ego del realizador y su pasado.
Así como los otros dos directores de “Los 3 amigos” hicieron lo suyo (Guillermo del Toro en su “Pinochio”, donde refuerza su niñez y el amor al personaje, y claro Alfonso Cuarón en “Roma”), ahora Alejandro González Iñárritu en “Bardo”, parece usar más que nunca, usar su cine y su arte como un acto de sanación personal.
No pude evitar ver en “Bardo”, el cine y propuesta de Alejandro Jodorowsky, el artista chileno que durante sus primeros años de artista, habitó en México, que siempre usa la psicomagia y su cine, para sanar sus propios dolores y traumas, o su mismo árbol genealógico como fue el caso en su “Poesía sin fin” (2016).
Alguna vez, Jodorowsky había propuesto que, para sanar parte de la historia de México, había que hacer un acto de psicomagia. Él hablaba en particular, de lo sucedido en la Masacre del 2 de octubre de 1968 en Tlatelolco.
Pues en parte, lo que hace el ‘Negro’ Iñárritu en “Bardo” es un acto de piscomagia de su propia identidad, historia, pasado desde hacer que su protagonista Silverio Gacho (Daniel Giménez Cacho, actor mexicano, nacido en España y sendo en filmes como “Sólo con tu pareja” de Cuarón; “Cronos”, de Del Toro; “El callejón de los milagros” y “El Atentado”, de Jorge Fons; “Profundo Carmesí”, de Arturo Ripstein y “La mala educación”, de Almodóvar ) sea como un álter ego de su propio ego, cambiando algunos detalles.
Gacho es un afamado periodista y documentalista mexicano radicado en Estados Unidos, que comenzó su carrera en la televisión mexicana y que luego de 20 años de vivir en EE.UU. donde radica con visa pero sin ser todavía ciudadano norteamericano, regresa a su país con su familia para recibir el reconocimiento y validación de su gremio y su país, pero para también enfrentarse a las críticas de por qué no se quedó y “aguantó vara”.
Esto le traerá solo para enfrentarse con los recuerdos, las relaciones familiares y amistosas, su propio pasado y hasta para darse cuenta que como muchos que emigramos, está en el “limbo” de identidad: no es de aquí ni de allá, quiere México, pero de lejos, al volver lo critica una parte de él, y de lejos, lo ama y se siente más mexicano (oh, la identidad del mexicano migrante haciendo una vez más de la suyas).
Lo interesante es que, el que conozca un poco de la propia historia de Iñárritu, sabrá que en ese encontronazo de burla imaginario que tiene en el programa “Supongamos”, donde se dice que a Gacho — para anotar y notar, “gacho” en mexicano, se usa para describir algo feo. Se dice que alguien es “gacho” cuando toma ventaja y lastima. Sientes “gacho” cuando alguien te lastima— le sacan varias verdades que van directas para Iñárritu.
Le decían “el Prieto” (a Iñárritu por su tono de piel siempre se le dijo “El Negro”), trabajó como “locutorcillo de radio”, hizo campañas de publicidad y sí, posiblemente sea amigo de los altos mandos de la televisión mexicana, si bien “El Negro” no empezó de “vendehuevos”, porque su estrato social era otro.
Pero si hay una parte todavía más interesante, es las críticas que se hacen a los contenidos de televisión, a las personalidades mediáticas, al periodismo. En la parte de la televisión, es su llegada al canal (que según fue imaginada) y donde se encuentra en esta vuelta, con la vedette de sus recuerdos (¿quizá Olga Breeskin en la realidad de Iñárritu?) y se topa con una televisión y un periodismo que en su viaje entre onírico y surrealista, es verdaderamente igual que lo que se ve en televisión.
La parte del periodismo está plasmada en cómo Gacho navega en la entrevista imaginaria con su amigo Luis, ahora el periodista más reconocido y visto de México que hace su programa a base de contenidos virales y de sacar la vida íntima de sus entrevistados y personalmente, cuando Silverio tiene que enfrentarse con el hecho de aceptar un premio y una entrevista en Estados Unidos, condicionada, para lograr más reconocimiento y en sus encontronazos de realidad y ficción con Luis. Y cómo, como cuando su hijo le dice, usa las historias y dolor de otros (los migrantes) para él lograr más.
En la parte familiar, se habla de la muerte de un hijo, el primero antes de que él y su mujer Lucía (la actriz argentina Griselda Siciliani) y de cómo los hijos han crecido fuera de México y navegan con su propia identidad de mexicanos.
Pero la parte más mexicana, es cuando aborda los mitos, desde el de Juan Escutia (el que se aventó con la bandera y la referencia que usamos para decir que en el amor, todos somos Juan Escutia: nos aventamos a lo puro pendejo) y su intervención en la batalla/invasión del ejército estadounidense al Castillo de Chapultepec —13 de septiembre de 1847, que nos dejó a “Los Niños Héroes”, porque «solo los mexicanos somos capaces de convertir una vergonzosa derrota en una victoria mítica» — y cuando se pone al tú por tú en un diálogo con Hernán Cortés en la cima de un montón de cuerpos de indígenas muertos.
En esta escena, se sana ese duelo de la identidad mexicana y que hasta hoy en día, a más de 500 años de la llamada “Conquista” sigue siendo tema de conversación y de negación para unos. Y en temas más actuales de la mexicanidad, se habla de los migrantes que cruzan porque no quedó de otra (no de esos, como Gacho que vienen con visa y privilegio), los desaparecidos que “están y no están” y obviamente, el clasicismo y racismo… ese que nos viene desde la conquista y su sistema de castas.
En 1938, el escritor francés André Breton (1896-1966) declaró a México el país más surrealista del mundo. El pintor español Salvador Dalí (1904-1989) dijo tras una visita al país que “De ninguna manera volveré a México. No soporto estar en un país más surrealista que mis pinturas”.
“Bardo” reafirma todo esto, pero es real. También eso de que como dice en unos diálogos, “México es un estado mental”. Los mexicanos, ya venimos con él. Es parte de nuestro ADN y donde quiera que estemos, sale. Y cuando emigramos y regresamos, tenemos esos encontronazos de identidad al estilo “Bardo” o los cargamos a todos lados.
Escrita, dirigida y producida (en parte) por Iñárritu y con el diseño de producción a cargo de Eugenio Caballero («El laberinto el fauno», «Roma»), “Bardo o falsa crónica de unas cuantas verdades”, ya está en Netflix.